El señor Fortemeve, trabajaba en las cuadras. Su cliente
preferido era el caballero ‘Caronte’. O
por lo menos, ese era su seudónimo. Iba todos los martes y jueves, y dejaba
durante siete horas exactas a su bellísimo corcel blanco –Arístides- en
compañía del resto de los caballos. Ese martes por la tarde, se había
desencadenado una horrorosa tormenta en el pueblecito de Vilmeo. El señor
Fortemeve deba de comer un poco de heno al corcel del gran caballero, cuando
las puertas de la cuadra se abrieron de par en par, y entró una chica
jovencita. Llevaba un vestido verde como el muérdago, pero se había arrancado
la falda de manera que le llegaba hasta las rodillas. Bajo el traje iba con
unos pantalones de pana bien apretados, y unas botas negras desgastadas. Lucía
esbelta su capa oscura, y con la capucha escondía su rostro. Llevaba el caraj
de flechas colgando de su espalda, y el arco bien agarrado. Se acercó
cuidadosamente a los caballos y los inspeccionó.
-Disculpe señorita… ¿Puedo ayudarle en algo? – El señor Fortemeve,
hizo un intento en vano para ver la cara de la chica.
-Si señor – respondió la niña- Necesito dos corceles.
Concretamente este negro y el que esta acariciando usted.
-Puede comprar el negro a un elevado precio. No sé si lo
podrá pagar… - murmuró esto último mirándole de arriba abajo con desprecio – El
blanco ya tiene propietario.
-¿Quién? – exigió saber la muchacha.
-Un tal Caronte, nadie sabe de donde procede.
-¿Caronte? Eso no es posible. Caronte era el barquero de
Hades, el dios de los muertos. Tenía que transportar las almas por el rio del
inframundo. Es mitología griega.
-Óigame usted muchacha – rugió el hombre de repente – Esto no
es ni de su incumbencia ni de la mía, lárguese.
-Me quedo con los dos caballos. Y por cierto ese Caronte es
falso.
-¿Qué está diciendo mujer?
-Dice que se queda con los dos caballos – susurró una voz
tras su espalda – y que ya que has conocido al falso Caronte, es hora de que
conozcas al verdadero.
Rápido como el viento, la espada de Adrián atravesó la
espalda del señor Fortemeve. El cuerpo del muerto se quedó en el suelo durante
un instante, y el chico se quedó observándolo sin apenas creer que el asesino
era él.
-No contaba con tu ayuda – Carolina se quitó la capucha - ¿De
dónde ha salido esa espada?
Adrián sonrió un poco, orgulloso de haber sorprendido a la
cazadora, y luego señaló a una niña de siete años que había a sus espaldas. La
pequeña María sonrió tímidamente y señaló a una herrería en la calle de
enfrente.
-¿Has robado la espada preciosa?
María asintió contenta con su trabajo. Y con su delicada voz
dijo:
-Adrián está muerto, por mucho que lo mires no va a revivir.
Las carcajadas de Carolina resonaron por todas las cuadras.
Esa cría estaba demasiado espabilada. Que gran futuro le esperaba. Las dos
chicas sacaron a los caballos y les montaron las sillas.
-Adrián, VA – ordenó la mayor.
El chico bajó de su mundo, y subió al caballo, seguido de su
hermanita pequeña. Salieron a toda máquina del pueblo, pronto los guardias les perseguirían.
El caballo de Adrián seguía al de Carolina, y esta última daba la sensación que
los estaba desplazando hasta un sitio en concreto. Cabalgaron durante horas,
como si no hubiera un mañana. Nadie les seguía, por lo tanto Adrián no llegaba
a entender que prisas tenía esa chica para llegar a su objetivo.
Cuando caía el crepúsculo, llegaron a una casita en lo alto
de una colina. Soltaron a sus caballos y les dieron de comer. Adrián llamó a la
puerta, pero nadie le abrió.
Miro la casa durante unos minutos. Era pequeña, de madera y
discreta, si no hubiera sido porque Carolina les había conducido hasta allá, no
la habría visto. Parecía un lugar acogedor pero sin embargo desprendía un olor
a humedad y polvo, que quitaba todas las
ganas de pasar una sola noche en ella.
-Está abandonada – Dijo Carolina – Nadie puede vivir aquí.
-¿Y tú qué sabes? – le espetó.
-Nadie quiere vivir en una casa donde han asesinado a alguien
– y antes de que Adrián lo entendiera dijo – Hogar dulce hogar.
Lo entendió todo. Era la casa donde en su tiempo vivió
Carolina con su hermana Ariadne y su padrastro. Era el lugar del que Ariadne
huyó. Y era el lugar donde Carolina atravesó con una flecha a su padre. Decidió
no decir nada respecto al tema, estaba bastante cansado. Entró y vio una sola
habitación con dos literas. Carolina miró la litera superior de la derecha con
tristeza y añoranza. Y luego se sentó en la de abajo y murmuró.
-Monta guardia – cerró los ojos, y empezó a dormirse.
Adrián salió de esa casa que sabía a pena y desgracia. Buscó
a su hermana con la mirada pero no la encontró. Bajo la colina llamándola varias
veces, y se internó en el bosque.
Gritó su nombre. Nadie respondió. Por un momento su corazón
empezó a latir a toda prisa asustado, pues temía que la hubieran secuestrado y
entonces…
-¡Adri, Adri!- la niña apareció de entre los arbustos- mira
lo que me he encontrado, ¡es para ella!
Adrián, no entendía nada. María extendió una hoja amarillenta
doblada dos veces y el la cogió curioso.
‘’Para Carol. Ariadne’’
Ni si quiera se le pasó por la cabeza leerla. Lo hacía y
Carolina le rebanaba la cabeza, eso estaba claro.
-¿De dónde has sacado esta carta cariño? – le preguntó a
María.
La pequeñita, le cogió de la mano y lo condujo entre la
espesura del boque. Enseguida llegaron a un rio y cerca del río había un pozo.
María señaló un ladrillo y dijo:
-Estaba entre esos dos.
-Rápido, hay que dársela.
Corrieron hasta la casa, Carolina seguía durmiendo y ninguno
se atrevió a despertarla. Pero antes de que anocheciera por completo Adrián se
armó de valor.
-Carol… Carol…- la llamó suavemente.
Esta se giró de lado.
-Eh… Despierta porfas- y ella le propinó un manotazo en la
nariz.
-AU – gritó.
-Quejica…- murmuró la chica.
-Tenemos una carta para ti. Es de Ariadne – Interrumpió María.
Los ojos de la bella durmiente se abrieron como platos.